Fin de la inocencia

La vida era una despreocupación. Hace mucho, pero sin parecer tanto. La vida era como Adán y Eva corriendo desnudos en el Paraíso, divertidos sin necesidad de alcohol ni drogas. Así fue hasta el día en que hizo acto de presencia la responsabilidad, que invariablemente llega acompañada de la preocupación existencial. Así de repente te descubres preocupado, por el dinero, por el futuro, por solventar el presente, por el hijo, por el higo que te llevarás a la buchaca, por la bola 8, por ver el chavo del 8, por los impuestos, por los ingresos, por los egresos, por seguir en el juego, en el laberinto de las ratas, por la carrera del éxito. La responsabilidad carcome, es el ángel exterminador de la paz, del buen sueño, es el acelerador de la vejez y de la decadencia. Es la exigencia de la decencia, el encubrimiento de la indecencia. Puedes intentar burlar la responsabilidad, pero no hay manera, el cáncer no se extirpa y no ayuda en nada que no te vayas haciendo más joven. Los corceles con brío te siguen, te atropellan, ahora que no eres tan fuerte ni tan veloz; sí, tal como lo hiciste tú en su momento con los caballos viejos de entonces. Los medicamentos necesarios para medio vivir se multiplican en número como hormigas en una cocina activa, pero descuidada. En realidad tu vida, válida ahora, es otra falsa idea que llevas en tu cabeza, tu vida, como tal; acabó realmente hace mucho. Ahora eres un fantasma calafateando ineficazmente un navío naufragado en el mar muerto. Llenándote de mentiras, de esperanza sin panza, de escuálidas palabras de aliento que expele un esqueleto. Esperas tu sepelio sin ansias, con la mayor pausa posible, pero en el fondo sabes que es lo único que puede sucederte ya. Y las cosas no se pondrán mejor a partir de ahora, de ayer, mañana es una ilusión, que sin embargo llega, pero que adelgaza cada hora. Esta es la ley de la vida, comprendida a partir de que termina la inocencia.