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5 de enero

5 de enero 2013. Temprano por la larga avenida de M.A. Quevedo, pasando fuera de la marisquería, una multitud de personas esperan afuera, pareciera que van a pedir trabajo. Congelándose, arribaron más que puntualmente, obvio, seguro exigirán salir más temprano para buscar a los reyes magos.
Me sigo de largo, ahora por Altavista. Un casino abierto esperando también, pero éste necesita incautos. Se llama “Ganar Ganar”, pero obvio que en este país con el español como idioma oficial, pero con idolatría estúpida hacia lo extranjero, principalmente a lo estadounidense, el casino se llama realmente “Win Win”. Unos dados rojos se exhiben en su gran anuncio. Raro que las caras de los cubos numerados suman 9. Debe ser porque no todos creen que la cifra mágica es el 7.
Llegando a Revolución doy vuelta a la izquierda. Voy contra la marea de empleados que llegan temprano a trabajar al centro comercial. En el mercado de flores, hay muchos colores, un grupo de estudiantes llega para hacer la sesión fotográfica que les asignaron durante las vacaciones. Tres chicas jóvenes muy maquilladas son las protagonistas, una hombruna es la productora, un afeminado muy afectado es el camarógrafo y un chico gris es algo indefinido en la productora escolar. Tres pasos más adelante hay un elefante moreno, sentado en una delicada silla, reto a la gravedad y al equilibrio. Su gran trasero desborda por los lados. Carece de trompa, usa gorra, su piel morena es tan oscura como su camiseta. Bigotes cantinflescos sobre su boca perpetuamente abierta. Observa a las estudiantes maquiladas con lujuria excesiva, sólo espera que vengan a su puesto de flores a sacarse fotos.
Turistas madrugadores visitan el famoso mercado. Me sigo de largo y hay puestos de comida. Desayuno presuroso de los empleados. Colesterol y grasas, menos que las que se obtienen en McDonald’s y el rey de la hamburguesa, pero grasas al fin.
En un parabús hay una rata muerta. Luce tan fresca, como congelada en el momento de saltar. Gris asqueroso es su pelo, gris frío su cola pelona. Sus ojos están abiertos y cristalinos. Pero está muerta. Probablemente el veneno surtió efecto de repente. Sólo le quedó el rictus de dolor. Los transeúntes la miran con asco antes de retomar su indiferencia matinal.
Llego al convento, están limpiando la librería. En la banqueta hay ya muchos puestos callejeros improvisados. Prendas artesanales tejidas, juguetes usados, baterías. Me sigo de largo y llego a la estación del metro, Más y más empleados presurosos corriendo hacia sus trabajos. Otros tantos desayunan en los múltiples puestos callejeros de comida. En medio de charcos sucios, sobre aceras grasientas, comen tacos y tamales, aprisa, siempre aprisa. Allí doy media vuelta y desando mi camino.
Decido entrar al templo del convento del Carmen. Antiguo lugar de adoración. Saliendo va una mujer empujando el carito de su bebé. Quizá lo han bautizado en la misa de gallo. Quizá es la púnica hora, porque no hay fieles, en que ella puede entrar a la iglesia con su corta minifalda puesta. Pasa de largo a los diversos mendigos esparcidos en el atrio, cuya gran parte se encuentra en remodelación.
Dentro del templo, todo luce viejo. Cerca del altar un pino navideño desnudo, nada de luces y esferas, pino de los últimos días postfiestas. A su lado el nacimiento, María, José, el burro y el buey. El pesebre vació. ¿Será que el niño quiere pasarle allí una mala jugada a los Reyes Magos haciéndoles sentir que viajaron en vano?
Levanto la mirada y veo la mezcla de tiempos colgada del templo. Candelabros antiguos de los que penden focos ahorradores modernos. Salgo de allí sin observar mucho más.
En la calle, sobre la acera, está un puesto de juguetes usados. No están en cajas. Fueron tomados de una casa o de un basurero. Juguetes que fueron abandonados por niños que crecieron o que quizá murieron. Sucios, sobre un pedazo de tela amarillo. La persona que atiende el puesto improvisado está tejiendo pegada a la barda de la calle, protegiéndose como puede del frío. Es una persona anciana, luce como de 150 años, aunque igual pudiera tener entre 35 y 90. Un aparato para la sordera en la oreja derecha. Le hablas y parece estar habitando un mundo distante. Su mirada perdida a veces la hace estar en el presente. Una sonrisa llena de inocencia, que choca un poco con el exceso de maquillaje que la hace ver como aquella Maleva de San Telmo (en Buenos Aires). Me parece que decide vender esos pequeños juguetes viejos en vez de pedir limosna. Aún hay gente con dignidad en este mundo.
Regreso. El elefante sigue mirando a los aspirantes estudiantes de artistas no equilibristas. En plena sesión de fotos. Sigo caminando, el casino sigue recibiendo incautos matutinos. Al final paso por la famosa marisquería que ahora está abierta, todos los que afuera esperaban antes están adentro ahora, trabajando, ganando el pan suyo de cada día, y esperando salir temprano, para cumplir con los Reyes Magos.

enero 7, 2013 at 8:41 am Deja un comentario


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