«lo dejamos ir»

No es nada agradable ‘ser despedido’. Que haya compañías que a ese acto (quizá necesario por la mala economía, por la mala administración o por asuntos del azar) le llamen: ‘lo dejamos ir’ (eufemismo horrible como un cuasimodo de mal corazón), sólo irrita más por la subestimación de la inteligencia del afectado que conlleva la desdichada frase.

Uno puede estar mentalizado durante mucho tiempo con ideas tipo «ya me quiero largar», «odio este lugar», «ojalá me corrieran», y creérselo; pero cuando eso sucede, cuando ese deseo en particular se materializa, cuando le invitan a uno cruzar la puerta de salida para no volver, no deja de sentirse feo.

Ahí viene entonces el «¿por qué a mí?», «¿tan malo soy?». Pensamientos inevitables. Y retiembla en sus centros la autoconfianza, y siente uno correr los ríos de inseguridad. El ego también resulta noqueado. A nadie le gusta ser rechazado. Ni por los amigos, por los desconocidos, por la princesa de boca de fresa, ni por el trabajo. Duele como el carajo.

Así pasa el tiempo, de repente se olvida que quería uno irse de ese centro laboral, se olvidan las quejas diarias, y sólo se concentra en el golpe de la salida.

Pasa el tiempo, hasta que un día, las cosas se acomodan. Mejores oportunidades llegan, otras buenas historias comienzan y uno termina agradeciendo al destino la sacudida. Igual se agradece la experiencia.

Empieza uno a sentirse vivo de nuevo. La zona de confort aturde y anestesia; saliendo de allí, el óxido comienza a caerse. Uno aprende a respirar de nuevo, a creer lo que los verdaderos amigos dijeron de buena fe y a reconocerse capaz.

Todo pasa, hasta las pasas. Todo se aclara, cuando ha corrido suficiente tiempo después del mal momento.